Débora me decía cuánto me amaba, pero ya no podía más. Aguantaba la agonía de su enfermedad terminal; Ahorraba sus pocas energías para decirme sus últimas palabras. Me dijo lo infinitamente importante que fui en su vida, lo irreemplazable que era nuestro sentimiento. Tomé su mano y las lágrimas se escaparon. Cuando murió no pude sostenerlo más, salí corriendo a casa, tomé las llaves del auto, y me precipité al laboratorio de la universidad donde había estado trabajando con la cuántica y la relatividad. Comencé a poner en marcha mis experimentos sin conocer sus consecuencias...
Cambiaron muchas cosas. Volvía a ser sólo un adolescente; Las leyes del caos, Murphy y el efecto mariposa hicieron de las suyas. Hoy es el día donde se supone que debería conocer a Débora, pero no puedo recordar algo que no ha pasado aún.
En la estación del metro, estaba ella. Parada con el pañuelo rojo, su pelo liso como hilos dorados, sus ojos verdes como un infinito bosque en la Araucanía y comiendo el chocolate que tanto me gustaba. Me acerqué a ella, pero no le hablé, sólo me subí al metro y las puertas se cerraron en nuestras narices, ella afuera, yo adentro, mirándonos a los ojos como los desconocidos que éramos. Quedamos fijos: yo en sus labios, ella en mis ojos; Espacio de dos segundos que se rompía con la inercia del tren. Seguí mi camino y ella el suyo. Ella esperaba que llegara su novia, y yo iba a la universidad a matricularme en la facultad de artes, llevaba conmigo sólo mi Oboe.
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